Opinión
diciembre 2022

AMLO, el pueblo y la democracia

El presidente mexicano ha introducido la figura inédita de un líder carismático de izquierda que es simultáneamente nacionalista, popular y democrático. La construcción de la figura del pueblo homogéneo, del pueblo bueno contra los fifis ha dado lugar, no obstante, a tensiones con diferentes sectores y a la transformación de muchos críticos del presidente en enemigos del pueblo. Entretanto, el partido de gobierno se va preparando para la sucesión presidencial de 2024.

<p>AMLO, el pueblo y la democracia</p>

En 2018, con una victoria aplastante que se llevó 53% de los votos, Andrés Manuel López Obrador (AMLO) fue electo presidente de México, convirtiéndose así en el primer presidente de izquierda elegido democráticamente en la historia de la nación. Desde sus comienzos como figura política nacional hace un cuarto de siglo, AMLO se ha caracterizado por ser un personaje público controversial. Su carrera se ha construido en torno de un discurso polarizador que ha enfrentado a las masas marginadas y desposeídas que constituyen la mayoría de la sociedad mexicana contra las elites políticas y económicas. López Obrador es el único político mexicano que goza de enorme popularidad de forma transversal entre diferentes sectores sociales, especialmente entre las clases trabajadoras, y que cuenta con un activo grupo de devotos partidarios.

Hay un término que viene inmediatamente a la mente para describir el estilo político de López Obrador: se trata, por supuesto, de «populismo». A pesar de todas las críticas contra este concepto, sigue siendo útil para dar sentido a AMLO como un fenómeno de la política mexicana y latinoamericana. AMLO es una figura populista porque cumple con los elementos de su definición minimalista: practica un tipo de política basado en la creación discursiva de un «pueblo» homogéneo y unificado como principal agente de la acción y legitimación políticas. Más aún, un aspecto medular de su discurso es la identificación de la voluntad de este pueblo homogéneo con su propio liderazgo político personal. AMLO, además, induce a la movilización utilizando una retórica disruptiva de «ellos» contra «nosotros», del pueblo «falso» contra el «verdadero». López Obrador se presenta como el líder que goza de un acceso privilegiado a los auténticos sentimientos populares, y que puede, por lo tanto, actuar como una especie de médium de la voluntad popular. 

La elección de AMLO en 2018 fue, como la victoria de Trump o el triunfo del Brexit de acuerdo con el filósofo político Michael Sandel, «un veredicto airado sobre décadas de creciente desigualdad y una versión de la globalización que beneficia a los de arriba, pero deja a los ciudadanos de a pie con la sensación de estar desempoderados». El triunfo de AMLO ha representado en este sentido la versión mexicana de la revuelta populista contra las elites y contra ideologías que, como la meritocracia y el neoliberalismo, han naturalizado la desigualdad.

El gobierno de AMLO así ha coincidido con el giro internacional hacia la «democracia iliberal». En países como Hungría y Polonia, este giro también ha sido percibido como una respuesta a los descontentos democráticos y los malestares provocados por el neoliberalismo y la globalización. Pero, al contrario de lo que ha ocurrido en esos regímenes antiliberales, México no ha experimentado una redefinición étnica, cultural o religiosa del «pueblo». En México, el descontento provocado por las políticas neoliberales no ha producido un populismo de derecha, sino a AMLO.

AMLO y su partido Morena (Movimiento de Regeneración Nacional) han representado una nueva clase de actores en la política mexicana. López Obrador ha introducido la figura inédita de un líder carismático de izquierda que es simultáneamente nacionalista, popular y democrático. Por su parte, Morena se presenta como una institución híbrida, un partido-movimiento que pretende alcanzar el proyecto de una «hegemonía democrática». Su programa político, que es indistinguible del discurso del presidente, se ha basado en la denuncia de que la democracia mexicana fue contaminada por su asociación con el neoliberalismo y que, por lo tanto, debe ser a su vez «democratizada» mediante la adopción de una forma de política antioligárquica. 

El proyecto de AMLO puede situarse dentro de una constelación más amplia de políticos que han pretendido construir una respuesta pública a los efectos negativos de la modernización económica neoliberal. Sin embargo, a cuatro años del inicio de su periodo presidencial, sus políticas han aportado a la democracia mexicana no tanto una igualdad real como un anhelado «sentido de justicia»: una poderosa reparación simbólica de los agravios del pasado reciente. Lo que el gobierno de AMLO ha dado a muchos ciudadanos, especialmente a algunos entre los más desfavorecidos, ha sido la sensación de ser realmente «tomados en cuenta». En este sentido concreto, el mandatario mexicano devolvió un sentido de promesa a la democracia mexicana y restauró, al menos momentáneamente, la fe en «el sistema». Lo ha logrado, sin embargo, a costa de despreciar activamente las metas del ambientalismo, los derechos de las minorías sexuales y, sobre todo, el feminismo, todos movimientos considerados por el presidente como molestas distracciones de la verdadera cuestión de fondo: la lucha contra la desigualdad económica y el poder oligárquico. 

En el poder, López Obrador se ha convertido en una figura política aún más divisiva, ya que ha intensificado los rasgos de su retórica populista. Hay que admitir que, a diferencia de lo que sucede en figuras como Viktor Orbán, el estilo de populismo de AMLO no ha discriminado a ningún grupo señalándolo como «intruso». Sin embargo, la oposición política y cualquier movimiento o grupo social que cuestione o antagonice de alguna manera con él corre el riesgo de ser exhibido e injuriado como enemigo. Este ha sido el caso con los medios de comunicación, las elites intelectuales y académicas, los movimientos sociales y, en ocasiones, hasta la «clase media» en su conjunto. Peor aún, a los grupos sociales que lo critican con vehemencia (como algunos sectores empresariales) y a los políticos de oposición que han rechazado sus proyectos de ley en el congreso, López Obrador los ha señalado como «enemigos del pueblo» y «traidores a la patria».

A dos años de que finalice el periodo presidencial de López Obrador, no son pocos los sectores del público mexicano para quienes el momento de esperanza que su triunfo representó en 2018 se ha desvanecido para ser sustituido por una nueva fase de decepción. Las contradicciones de López Obrador como figura pública y los efectos fútiles o perversos de algunas de sus políticas han creado este nuevo capítulo de desencanto. 

Un componente central de esta decepción ha sido la relación equívoca de AMLO con los valores y procedimientos de la democracia constitucional representativa. Las palabras y acciones de López Obrador crean a veces la sensación de que la oposición es de alguna manera ilegítima -una suerte de mal que tiene que ser tolerado-. El presidente, además, se muestra habitualmente impaciente con las instituciones «contramayoritarias», como los órganos consultivos y los tribunales judiciales independientes. Su gobierno también se ha definido por una postura de reproche contra las instituciones de la esfera pública, como los medios de comunicación, las universidades y las comunidades científicas. Y si bien en México la esfera pública sigue siendo libre y abierta, AMLO ha hecho de la intimidación de los periodistas críticos de su gobierno uno de sus objetivos cotidianos. 

Esta intimidación a los periodistas ha sido una de las principales particularidades de las conferencias de prensa diarias del presidente, así como de sus giras por todo el país, dos proyectos que pueden considerarse como ejercicios de una forma de democracia directa a través de los medios de comunicación. AMLO también ha presionado para que se recurra a más mecanismos de democracia directa, como los referendos. Pero este impulso, sumado a sus estrategias mediáticas, se puede considerar como una excusa para establecer una forma de política electoral permanente. AMLO nunca ha dejado de comportarse como un candidato en campaña, aunque ya esté en el poder. Como ha señalado Dilip Gaonkar sobre otros líderes populistas como Narendra Modi, para AMLO «el tiempo electoral es el tiempo del soberano». Por eso uno de los principales retratos del estilo político de López Obrador es su imagen dirigiéndose a un Zócalo -la plaza principal de Ciudad de México- abarrotado por una multitud de sus partidarios, mostrando esa conexión directa con las masas que parece electrizarle. Esta imagen es el momento de la movilización política y de la campaña electoral: el instante en el que el demos se hace visible, convocado por su carisma personal. Este retrato del estilo político de AMLO en su modo épico tiene una contraparte cotidiana: las fotografías que muestran al presidente trasladándose hacia sus giras por el país, no en un avión presidencial, sino en el asiento clase turista de un vuelo comercial.

Como lo ha demostrado la propuesta de reforma electoral presentada por Morena a finales de 2022, la cual proyecta un debilitamiento sustantivo del órgano independiente responsable de organizar las elecciones en el país y una redefinición de las reglas del juego que favorece al partido oficial, el presidente y sus partidarios coquetean con la idea de identificar la democracia con un «gobierno irreversible de la mayoría» electoral que ellos representan. Así, frente al presidente se ha vuelto fundada una actitud de recelo democrático, de sospecha ante la posibilidad de que Morena esté tratando de convertir a México en una «democracia legítimamente amañada». 

Esta propuesta de reforma electoral está pensada, ante todo, con miras a asegurar la victoria de Morena en la elección presidencial de 2024, aunque de hecho el partido oficial aparezca como el favorito en todas las encuestas. La gran duda que atraviesa a la política mexicana es quién será el candidato de Morena. Si bien el partido ha defendido que la selección se realice mediante la aplicación de encuestas entre sus adherentes, no es difícil colegir que, sobre todo en este caso, el factor decisivo será el apoyo del presidente. En la actualidad, las opciones parecen reducirse a dos: el secretario de Relaciones Exteriores Marcelo Ebrard y la actual jefa de Gobierno de la Ciudad de México Claudia Sheinbaum. Sin duda, ninguna de las dos personalidades podrá heredar el carisma de AMLO, pero quien reciba su respaldo seguramente recibirá también el apoyo de la extensa estructura territorial de Morena.

Desde la perspectiva de una izquierda independiente, la cuestión es, sin embargo, si alguna de estas dos personalidades podrá construir un proyecto de izquierda que recupere la vocación social de López Obrador pero sin los numerosos lastres de su estilo político: un discurso polarizador y excluyente, el acercamiento con grupos conservadores (como las fuerzas armadas y ciertas figuras empresariales), y políticas públicas regresivas como la ausencia de una reforma fiscal, la apuesta por los combustibles fósiles o la obsesión con la austeridad presupuestaria. 

La oposición, por su parte, no ha podido reorganizarse como una fuerza política efectiva tras su sonada derrota en 2018. Sin embargo, no ha desaparecido y puede todavía encontrar un fermento para esta reorganización en la insatisfacción de algunos sectores sociales con las políticas del actual gobierno. Sin líderes visibles ni un verdadero proyecto, tiene todavía un largo camino por recorrer para 2024.

Hasta ahora, AMLO ha superado el desafío de figurar al pueblo soberano, es decir, de darle una representación. Su imagen personal ha servido como representación gráfica y concreta del «pueblo». Como ha señalado Nadia Urbinati, este tipo de imagen política pretende ser una forma auténtica de encarnación. En este proceso, AMLO ha dado cierta coherencia, por ficticia que sea, a la sociedad mexicana. Lo ha logrado ideando símbolos y dotándolos de una nueva carga de legitimación democrática a través del voto popular. Pero ha creado esta apariencia de coherencia social y política, este sentido de propósito colectivo, mediante la formulación discursiva de una oposición entre dos campos: una lucha binaria entre, por un lado, el auténtico pueblo de los grupos marginados por el neoliberalismo que solo AMLO puede representar -lo que él llama el pueblo bueno- y, por otro, ese «residuo político» de la sociedad mexicana que no pertenece verdaderamente al pueblo y al que se refiere genéricamente como «los conservadores», «los de arriba» o, más recientemente, los fifís.

Los críticos que con razón señalan que López Obrador ha producido una división en la sociedad mexicana no reconocen que este discurso antagónico es al mismo tiempo la piedra de toque de una coherencia que antes no existía, y que la imagen que AMLO ha aportado es al parecer una de las pocas imágenes de unidad nacional, por contradictoria e incompleta que esta sea, que existen en la actualidad. Estos críticos tampoco reconocen que con su retórica AMLO ha reactivado la idea del demos y revitalizado un aspecto de la democracia mexicana. Pero una señal reveladora de alarma es que desde su llegada al poder el número de grupos y movimientos incluidos en su visión del «pueblo» se ha ido reduciendo, al mismo tiempo que la virulencia de su retórica agitadora ha aumentado dramáticamente. Todo lo cual plantea riesgos tangibles para la democracia y debería ser motivo de desencanto. 

La pregunta que persiste ahora en la política mexicana es si de este desencanto puede surgir una nueva esperanza democrática. Los recientes triunfos de candidatos de izquierdas no populistas en Chile y Colombia, otros dos países de la región que sufren muchos de los mismos problemas que México, es probablemente una razón para mantener viva esta esperanza. 


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