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Waldo a la conquista del planeta
Rabia, política y algoritmos


Nueva Sociedad 312 / Julio - Agosto 2024

Detrás de los principales acontecimientos geopolíticos de los últimos años, está la risa burlona de Waldo, personaje premonitorio de la serie Black Mirror. Si para Lenin el comunismo era sóviets y electricidad, para los ingenieros del caos el populismo nace de la combinación de ira y algoritmos. 

Waldo a la conquista del planeta  Rabia, política y algoritmos

El 25 de febrero de 2013 se caracterizó por una increíble coincidencia. El mismo día que el Movimiento 5 Estrellas (m5s, por sus siglas en italiano)1 se presentaba por primera vez a las elecciones y se convertía en el partido italiano más votado –al captar 25% de los sufragios–, el canal televisivo británico Channel Four retransmitía un programa de ficción que explicaba el nuevo fenómeno con mayor claridad que cualquier ensayo de sociología política. Al comienzo del episodio de la serie Black Mirror difundido esa noche, Waldo, la figura generada por computadora de un pequeño oso azul que asistía al presentador de un talk show de medio pelo, se burlaba del invitado del día con chistes de mal gusto. Detrás de la frase se ocultaba Jamie, un treintañero frustrado que había prestado a Waldo sus gestos y sus (peculiares) ideas mientras este atosigaba a los invitados, entre ellos Liam Monroe, un arrogante ex-ministro de Cultura del Partido Conservador.

En un momento dado, el productor de la serie repara en que el oso se está haciendo popular: «La gente quiere ver más de Waldo», constata. La oportunidad se presenta cuando un diputado conservador se ve obligado a dimitir a raíz de un escándalo de pedofilia y Liam Monroe se convierte en candidato para ocupar su lugar. ¿Por qué no seguirlo por todas partes y ridiculizar su campaña?, imaginan entonces los productores. Mejor todavía: ¿por qué no hacer que Waldo le haga frente?

Al inicio de la campaña, Monroe trata de ignorar a Waldo, quien presta atención a cada uno de sus movimientos para burlarse e insultarlo. Pero el problema es que el oso agrada al público. Hace reír y habla sin pelos en la lengua, contrariamente a los políticos, que se expresan en lenguaje codificado. Gracias al apoyo del público, Waldo es finalmente admitido en el debate público como uno más de los candidatos. Jamie, el actor que se oculta tras el osezno, no está cómodo con la situación: «No tengo ni idea de cómo responder a una pregunta seria», dice. «Pero nadie te pide que hagas eso», repiten los productores, «tú eres el interludio cómico».

Durante el debate, Monroe trata de poner fin de una vez por todas a la pantomima del oso de peluche: «Su presencia en el debate desvaloriza nuestra democracia –exclama–. Es solo un personaje de dibujos animados, no propone nada, a excepción de un puñado de chistes y, cuando se le acaban, pasa a los insultos. Detrás de él se oculta un actor fracasado que, a los 33 años, no ha logrado hacer nada de su vida. ¡Habla si tienes algo que proponer o, de lo contrario, retírate y abre paso a los candidatos reales!».

Por un instante, Waldo flaquea. Pero se recupera al instante. «Ve a hacerte mirar, Monroe. Eres menos humano que yo y eso que yo soy un oso de mentira con una verga de color turquesa. ¡Ustedes, los políticos, son todos iguales, es su culpa que la democracia se haya convertido en una burla y nadie sepa para qué sirve!». En cuestión de minutos, la diatriba de Waldo se hace viral y registra millones de reproducciones en YouTube, así como infinidad de me gusta, retuiteos y envíos.

Es entonces cuando los comentaristas reaccionan con entusiasmo: «¡Todo el mundo está hasta el cogote del inmovilismo, este oso es portavoz de los desamparados!». Waldo empieza a participar en las emisiones más serias, y cuando los presentadores muestran signos de indignación debido a su grosería e ignorancia, él responde: «¿Por qué no cierras el pico, hipócrita? ¡Gracias a mí vas a lograr el mayor número de menciones en redes sociales de tu vida!».

De cara a la votación, los productores desarrollan una aplicación que geolocaliza a los electores de Waldo que van a las urnas y los recompensa con un dispositivo digital y una broma. Un propagandista [spin doctor] estadounidense se pone en contacto con los productores: «En estos momentos, Waldo es apolítico, ¡pero en el futuro podría transmitir cualquier contenido político! ¡Y puede funcionar en todo el mundo!». «Como las Pringles», responde Jamie con guasa. «Exactamente como las Pringles», replica el estadounidense sin la más mínima ironía.

El productor toma entonces las riendas de Waldo en sustitución de un Jamie demasiado escrupuloso y empieza a instigar a sus seguidores a realizar acciones cada vez más violentas. El día de las elecciones, Waldo pierde por un puñado de votos, pero qué más da. El fenómeno está fuera de control. Mientras se anuncian los resultados, Waldo ordena a sus seguidores que se quiten los zapatos y los lancen a Monroe, quien, abrumado por la lluvia de proyectiles, se descubre de repente como protagonista involuntario de un nuevo video viral. «Si esto se convierte en la principal oposición –elucubra mientras atraviesa la ciudad en su coche de empresa–, todo el sistema se va a revelar absurdo. Y es probable que lo sea, incluso a sabiendas de que ha erigido estas calles».

La escena final se desarrolla unos años más tarde, por la noche, en una megalópolis no identificada, al más puro estilo Blade Runner. Una patrulla de milicianos uniformados ataca a golpe de porra a un grupo de vagabundos que duermen bajo un puente. Entre ellos está Jamie, quien se detiene frente a una gigantesca pantalla. Ante él, desfilan imágenes procedentes de todos los puntos del planeta: escolares asiáticos con un uniforme turquesa inspirado en Waldo, aviones militares que lucen la efigie de Waldo. En superposición a la imagen, se suceden los eslóganes vacuos del nuevo poder, traducidos a todos los idiomas: Change, Hope, Believe, Future. Lo que era antisistema es ahora el sistema y, tras la máscara de carnaval, se ha consolidado un régimen férreo. 

En febrero de 2013, cuando la historia de Waldo fue retransmitida por primera vez, los espectadores no italianos pudieron pensar que se trataba de una fábula inverosímil. Por entonces, Donald Trump seguía siendo el presentador extravagante de telerrealidad en el canal estadounidense nbc y, tanto en Gran Bretaña como en Francia y el resto de Europa, los políticos tradicionales de los partidos tradicionales ejercían el poder al estilo tradicional, sin que nada ofreciera por entonces pistas de lo que estaba a punto de caer sobre ellos. Sin embargo, apenas unos años después, queda claro que Waldo trata de hacerse con el poder a la mínima oportunidad. Merece pues la pena estudiar las características de esta extraña bestia que se alimenta fundamentalmente de rabia, paranoia y frustración. 

En un libro publicado en 2006, Peter Sloterdijk reconstruía la historia política de la ira. Según él, un sentimiento irreprimible corría a través de todas las sociedades, alimentado por aquellos que, con razón o sin ella, creen que están siendo perjudicados, excluidos, discriminados o a duras penas escuchados. Históricamente, había sido en primer lugar la Iglesia quien había canalizado esta enorme rabia acumulada. Luego, los partidos de izquierda habían tomado el relevo a finales del siglo xix. Estos últimos habían asegurado, según Sloterdijk, la función de «bancos de indignación», al acumular las energías que, en vez de liberarse al instante, podían destinarse a construir un proyecto más ambicioso2. Un ejercicio difícil porque dependía de, por un lado, inflamar constantemente la furia y el resentimiento y, al mismo tiempo, de controlar estas emociones para que no derivaran en episodios individuales, sino que se pusieran al servicio de la ejecución de un plan general. Según este plan, el perdedor se convertía en activista y su ira encontraba una salida política. Hoy, dice Sloterdijk, no hay nadie que oriente la cólera que la población acumula. Ni la religión católica –que ha tenido que abandonar los tintes apocalípticos, las doctrinas del juicio universal y de la venganza de los perdedores en el más allá para adaptarse a la modernidad– ni la izquierda –que, a grandes rasgos, se ha reconciliado con los principios de la democracia liberal y las reglas del mercado–. Como consecuencia, desde inicios del siglo xxi, la ira se ha expresado de manera cada vez más desorganizada, desde los movimientos antiglobalización a los disturbios en barriadas populares. 

Una década después de la publicación del ensayo de Sloterdijk, es en estos momentos evidente que las fuerzas de la indignación popular se han reorganizado y expresan su voz en el seno de la galaxia de los nuevos populismos, los cuales, desde Estados Unidos hasta Italia, pasando por Austria y Escandinavia, dominan cada vez más la escena política en sus respectivos países. Dejando a un lado todas sus diferencias, estos movimientos coinciden en emplazar en primera línea de la agenda política el castigo a las elites políticas tradicionales, a derecha e izquierda. Estas últimas son acusadas de traicionar el mandato popular y cultivar los intereses de una minoría atrincherada en lugar de atender los de la «mayoría silenciosa». 

Más que medidas específicas, los líderes populistas ofrecen a los electores una oportunidad única: votar por ellos implica dar una bofetada en la cara a los gobernantes. Por ejemplo, uno de los folletos pro-Brexit mostraba los rostros complacientes del entonces primer ministro David Cameron y el del canciller del Exchequer3 George Osborne, acompañados de un lema: «Haz que se les pasen las ganas de sonreír, vota Leave4». La muchedumbre que exaltaba a Trump durante sus mítines electorales coreaba, por su parte: «Lock her up! Lock her up!» [¡Enciérrenla, enciérrenla!], en referencia a su rival electoral Hillary Clinton. 

Ya en la Antigua Grecia, el castigo a los poderosos siempre encabezaba el programa de medidas de los demagogos. Y, si bien el resto de las promesas populistas son nebulosas y poco realistas, hay que admitir que, al menos en este primer punto, cumplen su palabra. Un voto de protesta a su favor –o incluso una simple preferencia expresada en una encuesta– es capaz de sembrar el pánico entre las elites políticas tradicionales. Por tanto, quienes declaran que la llama populista durará poco –porque, una vez en el poder, las fuerzas que la encarnan no lograrán mantener sus promesas– nadan en un mar de ilusión. La promesa central de la revolución populista es humillar a los poderosos y este hecho se materializa en el mismo momento en que llegan al poder. Detrás de la ira pública, hay causas reales. Los votantes castigan a las fuerzas políticas tradicionales y recurren a líderes y movimientos cada vez más extremos porque se sienten amenazados por la perspectiva de una sociedad multiétnica y, en general, penalizados por procesos de innovación y globalización que las elites les han endosado en dosis de caballo a lo largo del último cuarto de siglo. 

No estaríamos hablando de Waldo, de Trump y Salvini, del Brexit y de Marine Le Pen si no hubiera una realidad material en la que los nuevos populistas pudieran confiar para desarrollar sus reivindicaciones. No obstante, cuando se examinan los datos más de cerca, estos elementos, si bien relevantes, no son suficientes para explicar la magnitud de la agitación actual. Así lo atestigua, por cierto, el simple hecho de que, casi en todas partes, no sean necesariamente los más pobres, o los más expuestos a la inmigración y el cambio, quienes se echan en brazos de Waldo. Los votantes de Trump registraron mayores ingresos en 2016 que los votantes de Hillary Clinton, mientras que en Europa los partidos xenófobos obtienen sus mejores resultados en las regiones con menos inmigrantes. 

Si bien la desconfianza contemporánea se basa en razones objetivas cuya importancia nadie pretende negar, también se alimenta de un factor a posteriori, el auténtico tabú que nadie se atreve a mencionar: no son solo las elites las que han cambiado, sino también «el pueblo». 

Como dice el escritor estadounidense Jonathan Franzen, es posible que «todo el mundo, cada uno por su cuenta, haya acabado de improviso sospechando de las elites»5. Pero es más probable que internet y el advenimiento de teléfonos inteligentes y redes sociales hayan tenido algo que ver en ello. Un elemento fundamental de la ideología de Silicon Valley es la sabiduría de las multitudes: no habría que confiar en los expertos, pues la gente sabría más. El hecho de caminar con la verdad en el bolsillo, en forma de un dispositivo pequeño, brillante y colorido sobre el que es suficiente ejercer una ligera presión para obtener todas las respuestas del mundo, incide inevitablemente sobre todos nosotros. 

Nos hemos habituado a recibir una respuesta instantánea a nuestras peticiones y deseos. No importa cuál sea la petición, «there’s an app for that» [Hay una aplicación para eso], precisaba un anuncio de Apple. Una forma de impaciencia legítima se ha apoderado de todos nosotros: ya no estamos dispuestos a esperar. Google, Amazon y Deliveroo nos han habituado a que nuestros deseos se cumplan antes de que los hayamos formulado por completo. ¿Por qué la política debería ser diferente? ¿Cómo es posible tolerar los rituales dilatorios e ineficaces de una maquinaria gobernada por dinosaurios impermeables a cualquier solicitud? 

Pero detrás del rechazo de las elites y de la nueva impaciencia de los pueblos está la forma en que las propias relaciones interpersonales están mutando. Somos criaturas sociales y nuestro bienestar depende, en buena medida, de la aprobación de quienes nos rodean. A diferencia de otros animales complejos, el ser humano nace indefenso y sin habilidades, y lo sigue siendo durante muchos años. Desde el principio, su supervivencia depende de las relaciones que logra establecer con los demás. El diabólico poder de atracción de las redes sociales se basa en este elemento esencial. Cada me gusta es una caricia materna hecha a nuestro ego. Toda la arquitectura de Facebook se basa en nuestra necesidad de reconocimiento, como ha admitido sin tapujos su primer inversor de capital riesgo, Sean Parker:

Nosotros te facilitamos una pequeña dosis de dopamina cada vez que alguien te consagra un me gusta, comenta una foto o una entrada, o cualquier otra acción. Se trata de un bucle de validación social, exactamente el género de cosa que un hacker como yo podría explotar, porque se aprovecha de un punto débil en la psicología humana. Los inventores, los creadores, yo, Mark [Zuckerberg], Kevin Systrom de Instagram, eran muy conscientes de ello. Y lo hicimos de todos modos. Esto transforma literalmente las relaciones que las personas establecen, entre sí y con la sociedad en su conjunto. Y, probablemente, interfiere con la productividad de un modo u otro. Solo Dios sabe lo que todo esto está haciendo al cerebro de nuestros hijos.

Mucho antes de los Steve Bannon y los Casaleggio, hubo el trabajo de los aprendices de hechicero de Silicon Valley. La maquinaria hiperpotente de las redes sociales, enlazada a los manantiales más primarios de la psicología humana, no fue diseñada para apaciguarnos. Por el contrario, fue construida para mantenernos en un estado de incertidumbre y de vacío permanente. El cliente ideal de Sean Parker, de Zuckerberg y del resto es un individuo compulsivo, incitado por una fuerza irresistible a volver a la plataforma docenas o incluso centenares de veces al día, en busca de esas pequeñas dosis de dopamina con las que ha establecido una relación de dependencia. Un estudio realizado en eeuu ha demostrado que cada uno de nosotros ejerce, como promedio, 2.617 acciones diarias sobre la pantalla de nuestro teléfono inteligente. No es realmente el comportamiento de alguien cuerdo, sino más bien el de un yonqui en fase terminal que se inyecta toda la jornada a golpe de refrescos de pantalla y de me gusta

Para comprender la rabia contemporánea, es necesario, por lo tanto, alejarse de la perspectiva puramente política y entrar en una lógica distinta. La rabia, dicen los psicólogos, es el «efecto narcisista por excelencia», que surge de un sentimiento de soledad e impotencia y que caracteriza la figura del adolescente, un individuo ansioso que busca en todo momento la aprobación de sus compañeros, siempre temeroso de la idea de su propia inadecuación. 

El problema es que hoy, en las redes sociales, todos somos adolescentes enclaustrados en nuestras habitaciones, donde aumenta nuestra frustración debido a la creciente brecha entre la mediocridad de nuestras vidas y todas las posibilidades virtualmente a nuestro alcance. 

Y, como un adolescente –dicen los psicólogos–, tenemos altas probabilidades de terminar en dos tipos de sitios web que alimentan aún más nuestra frustración: los sitios pornográficos y los sitios de teorías conspirativas, que ejercen un intenso poder de satisfacción porque ofrecen, al fin y al cabo, una explicación plausible a las dificultades en que nos encontramos. La culpa es de otros, nos dicen, que no hacen más que manipularnos para lograr sus perversos objetivos. Te revelamos la verdad, prosiguen estos, para que puedas aliarte con otros que, como tú, ¡al fin han abierto los ojos! 

El teórico de la conspiración siempre ofrece un mensaje halagador. Entiende al indignado, conoce su ira y la justifica: no es culpa suya, es de los demás, pero todavía puede redimirse convirtiéndose en un actor de la batalla por la verdadera justicia. Se empieza por las cosas más insignificantes para llegar a las más grandes. En un hermoso libro, Simone Lenzi ha relatado la epidemia de resentimiento y rabia que se ha apoderado de los italianos a partir de un episodio aparentemente insignificante.

Recuerdo que un día había aflorado, en el blog, una discusión sobre los reembolsos en metálico. Y especialmente sobre quienes se equivocan cuando devuelven calderilla. Todo el mundo se refería a su propia experiencia: con el estanquero, con el quiosquero, con el farmacéutico y con el camarero que se equivoca al darte el cambio. Todos los participantes en la discusión habían sido víctimas de una devolución de dinero errónea; pero, claro, en sentido inverso, nadie había cometido jamás el error de devolver dinero de más. Alguien había tratado de timar dos euros a fulano, diez euros a mengano. Estanqueros, farmacéuticos, camareros, taxistas: todos se habían equivocado deliberadamente para timarlos. Pero, finalmente, había llegado el momento de decir basta. No volverían a aceptar ser estafados. Habían dejado de estar solos, ya no eran átomos perdidos en el universo: se habían convertido en legión. –¿Cómo te llamas? –preguntó Jesús. –Mi nombre es Legión, pues somos muchos.6

La historia de la devolución de dinero es sin duda un ejemplo trivial, pero ilustra bien la dinámica paranoica subyacente a la miríada de conspiraciones que florecen en la web. 

Las redes sociales no son, por naturaleza, propensas a la conspiración. Sean Parker y Mark Zuckerberg no están particularmente interesados en la cuestión de la devolución de cambio, ni –supongo– creen que las vacunas causen autismo o que George Soros planeara una invasión de migrantes musulmanes a Europa. No obstante, las conspiraciones funcionan en las redes sociales porque invitan a las emociones intensas, a la indignación, a la rabia. Y estas emociones generan clics y mantienen a los usuarios pegados a la pantalla. Un reciente estudio del Instituto Tecnológico de Massachussetts (mit) mostraba que una información falsa tiene, en promedio, 70% más de probabilidades de ser compartida en internet, porque es generalmente más peculiar que una verdadera. Según los investigadores, en las redes sociales, la verdad tarda seis veces más que las fake news en llegar a 1.500 personas. ¡Al fin nos llega la confirmación científica de la frase de Mark Twain de que «una mentira puede dar la vuelta a la Tierra mientras la verdad se está todavía calzando»! 

Los nuevos empleados que entran en Facebook aprenden de inmediato que el parámetro crucial para la empresa se llama l6/7 –un índice que mide el porcentaje de usuarios intoxicados hasta tal punto por la plataforma que la utilizan seis días a la semana–. Para aumentar esta cifra, la información fehaciente y la efusividad entre antiguos compañeros de clase no son suficientes.

La mera contemplación de la realidad no ocupa tanto tiempo –escribe Jaron Lanier–. Para mantener a sus usuarios conectados, una red social debe más bien lograr que se enojen, que se sientan inseguros y asustadizos. La situación más favorable es esa en la que los usuarios entran en extrañas espirales de consenso desmedido o, por el contrario, de conflicto con otros usuarios. La situación perdura indefinidamente, y esa es la intención. Las empresas no planifican ni organizan ninguno de estos modelos de uso. En cambio, se alienta a terceros a que se ocupen del trabajo sucio. Como, por ejemplo, los jóvenes macedonios que completan su sueldo mensual publicando noticias falsas envilecidas. O incluso los estadounidenses que quieren ganar algo de dinero extra.7

Las implicaciones de un modelo de negocio de este tipo, aplicado a un tercio de la humanidad –2.200 millones de personas– que utiliza Facebook al menos una vez al mes, aún deben analizarse en toda su extensión. Pero queda claro que uno de los efectos de la propagación de las redes sociales ha sido elevar estructuralmente el nivel de ira ya presente en nuestra sociedad. Todos los estudios muestran que las redes sociales tienden a exacerbar conflictos, al radicalizar los discursos hasta puntos que, en algunos casos, derivan en un verdadero factor de violencia. 

En Birmania, las ong han denunciado durante años el papel desempeñado por las comunicaciones a través de Facebook en la persecución de la minoría musulmana rohinyá. En 2014, un budista fundamentalista provocó una serie de linchamientos al compartir en la plataforma la información falsa de una violación. Las autoridades se vieron obligadas a bloquear el acceso a Facebook para detener el estallido de violencia. Un estudio de miles de entradas ha perfilado los contornos de una verdadera campaña para deshumanizar a los rohinyás y promover el uso de la violencia contra ellos hasta llegar al genocidio. 

En Brasil, varias investigaciones revelaban el papel de YouTube en la propagación del virus del zika. A partir de 2015, mientras las autoridades médicas trataban de distribuir vacunas y larvicidas que matan a los mosquitos responsables de la propagación del virus, los primeros videos con teorías conspirativas aparecían en la red. Algunos revelaban la existencia de una conspiración de las ong para exterminar a las poblaciones más pobres, mientras que otros atribuían la propagación del virus a las propias vacunas y larvicidas. La popularidad de estos videos había creado un clima de desconfianza que llevó a muchos padres a rechazar procedimientos médicos esenciales para la supervivencia de sus hijos. «Estamos luchando contra el doctor YouTube todos los días y estamos perdiendo», declaraba un médico a la prensa brasileña. 

Guillaume Chaslot, ex-empleado de YouTube, ha explicado con detalle cómo el algoritmo de la plataforma, responsable de 70% de los videos visionados, fue diseñado para encauzar a su audiencia hacia un contenido cada vez más extremo y garantizar así el máximo nivel de afinidad. De este modo, a cualquiera que busque información sobre el sistema solar en YouTube se le ofrecerán videos que sostienen la idea de que la Tierra es plana, mientras que quienes estén interesados en temas de salud serán rápidamente reorientados hacia tesis antivacunas y conspiracionistas. El mismo mecanismo entra de nuevo en juego en el terreno político. En los últimos años, los brasileños han sido testigos de la creciente popularidad de una nueva generación de youtubers de extrema derecha, los cuales han sabido explotar el algoritmo de la plataforma para multiplicar su visibilidad (e ingresos...). Es el caso de Nando Moura, un guitarrista aficionado con más de tres millones de suscriptores en un canal de YouTube donde alterna tonadillas, tutoriales de videojuegos y, sobre todo, una extraordinaria variedad de teorías conspirativas. O el de Carlos Jordy, un culturista recubierto de tatuajes que debe su popularidad, y su escaño en el Parlamento, a una serie de videos que denuncian una trama de maestros de izquierda para difundir el comunismo en las escuelas. O incluso el caso del Movimiento Brasil Libre (mbl), una organización fundada con motivo de la campaña a favor de procesar a la ex-presidenta Dilma Rousseff, que creó una auténtica factoría de producción de videos para YouTube gracias al uso de jóvenes profesionales dedicados a combatir lo que consideraban «la dictadura de la corrección política». En octubre de 2018, uno de los miembros más activos del movimiento, Kim Kataguiri, se convertía, a los 22 años, en el postulante más joven jamás elegido para el Congreso. Al mismo tiempo, otros cinco candidatos del mbl entraban también en el Parlamento nacional. Estos personajes, acompañados de innumerables figuras de perfil similar, contribuyeron a crear el clima que posibilitó la elección de un ex-militar de extrema derecha, muy popular en las redes sociales, a la Presidencia de la República. El video de los partidarios de Jair Bolsonaro reunidos en Brasilia el día de su toma de posesión mientras entonaban al unísono los nombres de Facebook y YouTube dio también la vuelta al mundo. 

En Europa se manifestaban las mismas dinámicas. Una investigación de The New York Times documentó la relación entre el uso de Facebook y la violencia contra los refugiados en Alemania. Al examinar los 3.000 casos de agresiones registrados en los últimos dos años, los investigadores descubrieron que el número de incidentes está directamente relacionado con el índice de penetración de Facebook. Cuando el uso de la plataforma está por encima de la media, la frecuencia de los asaltos también aumenta, con una relación directa que se reproduce en todos los ámbitos, desde la aldea rural a la gran ciudad. De la sobreexcitación digital a la ascensión política no hay más que un paso, algo que el partido de extrema derecha Alternativa para Alemania (afd, por sus siglas en alemán) se ha ocupado de explorar en los últimos años. No es casual que algunos observadores lo hayan apodado «el principal grupo de Facebook» de Alemania. «El funcionamiento de afd –afirma Martin Fuchs8– gira en torno de Facebook, realidad que lo aparta fundamentalmente de los otros actores políticos». 

En Cataluña, el movimiento independentista nunca habría podido desarrollarse como lo ha hecho en los últimos años sin la infraestructura digital que le ha permitido, por un lado, construir un espacio de información alternativo, dentro del cual los argumentos populistas del nuevo nacionalismo catalán fueron capaces de echar raíces; y, por el otro, armar una auténtica organización clandestina, capaz de garantizar la realización de un referéndum en desafío a las prohibiciones oficiales. En este respecto, los activistas catalanes pudieron beneficiarse del consejo de un ingeniero del caos excepcional, el fundador de WikiLeaks, Julian Assange. Este último no se limitó a convertirse en uno de los principales apoyos internacionales de los independentistas, mientras componía tuits que tildaban al Estado español de «república bananera», sino que también enseñó a los militantes catalanistas a anular la vigilancia de las fuerzas del orden gracias al uso de servicios de mensajería encriptados. El día del referéndum, cada mesa electoral clandestina había sido equipada con su propio grupo de WhatsApp para informar a los votantes sobre los procedimientos para participar en la consulta y, a medida que las fuerzas del orden lograban infiltrarse en estos grupos, las comunicaciones se desplazaban a otras aplicaciones de mensajería más seguras, como Signal y Telegram. 

En Francia, el movimiento de los «chalecos amarillos» (gilets jaunes) se nutrió desde el inicio de dos ingredientes: la rabia de ciertos círculos de las clases populares y el algoritmo de Facebook, desde los primeros grupos indignados que empezaron a aparecer en la plataforma a principios de 2018, hasta peticiones en línea contra el precio de los carburantes que obtuvieron millones de apoyos, pasando por grupos tales como La France en Colère!!! [Francia indignada] convertidos en los órganos de información y lugares de coordinación de la protesta. En ausencia de una organización formal, los creadores de las páginas de Facebook más seguidas se transformaron al instante en los líderes del movimiento, recibidos por las autoridades y cortejados por los medios de comunicación. La idea misma del uso del chaleco de seguridad como signo de identidad había surgido, por cierto, de un video publicado en Facebook por un joven mecánico, Ghislain Coutard, que fue visto más de cinco millones de veces en cuestión de pocos días. De nuevo, lo que llama la atención es la rapidez del fenómeno: el video había aparecido en línea el 24 de octubre y, tres semanas después, el 17 de noviembre, 300.000 «chalecos amarillos» se movilizaban en todo el territorio francés, en una protesta autogestionada que causó una muerte y 585 heridos. 

Una vez más, Facebook había funcionado como un mutiplicador formidable, al absorber los ingredientes más dispares para alimentar una epidemia de ira que se contagió desde la dimensión virtual a la realidad. En el germen de la protesta estaban las quejas legítimas de los contestatarios que se oponían al aumento de los impuestos sobre el carburante y a medidas análogas del gobierno. Pero, desde el primer día, el algoritmo desenfrenado de la red social californiana combinó estos temas con llamadas a la revuelta de la extrema derecha y la extrema izquierda, noticias falsas y teorías conspirativas procedentes de una amplia variedad de fuentes. Circularon, asimismo, una carta falsa del presidente de la República en la que se invitaba a las fuerzas de la ley y el orden a utilizar toda la fuerza contra los manifestantes, los detalles de un complot masónico para subyugar a Francia y el análisis de un supuesto constitucionalista que explicaba que la elección de Emmanuel Macron había sido ilegítima. También se compartió ampliamente otra tesis: que el Pacto Mundial sobre Migración promovido por la Organización de las Naciones Unidas9 (onu) sería de hecho una conspiración para someter a la clase media blanca. Según esta teoría, Macron habría «vendido Francia» al firmar el pacto en Marrakech poco tiempo antes de dimitir. Para hacerse una idea de la naturaleza del cóctel explosivo que avivó la furia de los manifestantes, bastaba con echar un vistazo durante los días de protesta a la página de Facebook La France en colère!!!, principal lugar de coordinación del movimiento con decenas de millones de clics en su haber. Los argumentos más sensatos y testimonios reales de «chalecos amarillos» con dificultades se alternaban continuamente con ataques contra los diputados excesivamente remunerados y los medios de comunicación supeditados al poder establecido, pasando por noticias falsas de procedencia rusa e invitaciones a asaltar el Palacio del Elíseo. 

En su plasticidad, capaz de combinar todo y, sobre todo, lo contrario de todo, el movimiento de los «chalecos amarillos» ha demostrado por enésima vez que la rabia contemporánea no nace solo de causas objetivas, ya sean de naturaleza económica o social. Esta rabia también nace del reencuentro entre dos grandes tendencias ya mencionadas. En materia de oferta política, el debilitamiento de las organizaciones que canalizan tradicionalmente la rabia popular, los «bancos de la ira» de Sloterdijk: la Iglesia y los partidos de masas. Y, en términos de demanda, la irrupción de nuevos medios que parecen creados a medida –en realidad, lo son– para exacerbar las pasiones más extremas, los «fight club de los cobardes»10, tal y como los define Marylin Maeso11. El auténtico talento de los ingenieros del caos reside en su capacidad de posicionarse en el vértice de esta intersección. Uno de ellos, el gran asesor de Viktor Orbán, Arthur Finkelstein, describía la situación en los siguientes términos ya en la primavera de 2011:

Viajo mucho por todo el mundo y observo una gran cantidad de rabia por todas partes. En Hungría, Jobbik [Movimiento por una Hungría Mejor] ganó 17% de los votos con el mensaje «es culpa de los romaníes». Lo mismo está ocurriendo en Francia, Suecia, Finlandia. En eeuu, la rabia se centra en los mexicanos, en los musulmanes. Hay un grito al unísono: nos quitan nuestro trabajo, cambian nuestra forma de vida. Todo esto producirá una demanda de gobiernos más firmes y hombres más fuertes, que «detengan a esa gente», sea cual sea «esa gente». Hablarán de la economía, pero el corazón de su asunto es muy distinto: es la rabia. Es una gran fuente de energía que se está acumulando por todas partes.12

Por tanto, los ingenieros del caos comprendieron antes que otros que la rabia constituía una fuente colosal de energía, y que podía explotarse para lograr cualquier objetivo, siempre y cuando se entendieran los mecanismos y se dominara la tecnología. Waldo no es más que la traducción política de las redes sociales. Una maquinaria temible que se alimenta de rabia y tiene como único principio el compromiso con sus simpatizantes. Lo importante es alimentar la rabia con contenidos «calientes» que susciten emociones. Detrás de la oficina de Davide Casaleggio en Milán, una pantalla mide en tiempo real la popularidad de los contenidos publicados en las diversas plataformas de la galaxia del m5s. Poco importa que sean positivos o negativos, progresistas o reaccionarios, verdaderos o falsos. Los conceptos que agradan son desarrollados y recuperados, y se transforman en campañas virales e iniciativas políticas. El resto desaparece, en un proceso darwiniano que tiene por único criterio la atención generada en la red. 

Desde finales de 2014, la Liga de Matteo Salvini ha desarrollado un aparato similar, apodado «la Bestia». Los perfiles sociales de Salvini son analizados sistemáticamente para conocer qué publicaciones y tuits concentran la mayor cantidad de actividad y qué tipo de personas interactuaron. No se escatiman esfuerzos para alimentar a la Bestia, como demuestra el caso de la iniciativa Vinci Salvini, un juego en línea lanzado durante la campaña electoral de 2018 que permitía a quienes produjeran contenido a favor de la Liga acumular puntos y, por qué no, mantener un encuentro con el propio líder del partido. Todos los datos son fagocitados por la Bestia, que los escupe en forma de eslóganes y campañas capaces de cautivar a cientos de miles, a veces a millones de votantes. Por supuesto, como en el caso de Waldo, una mano humana se oculta tras la Bestia. Pertenece a Luca Morisi, doctor en Filosofía de la Universidad de Verona, donde enseñó «computación filosófica» durante diez años, es decir, «cómo la revolución digital redetermina los temas clásicos del pensamiento occidental». Claramente, el fruto de esta cuidadosa reflexión se identifica con las posturas al estilo Mussolini 2.0 del Capitán, el apodo que Morisi ha acuñado para Salvini.

Matteo es un defensor de la comunicación polarizada –dice–. Busca el contacto con la gente incluso cuando lo encañonan con una bazuca. Se crece con el conflicto. Así, se las ingenia, incluso mejor que Trump, para involucrar a aquellos que lo apoyan. Si vas de vacaciones y encuentras un restaurante que te gusta, pones un me gusta en su página de Facebook, pero es muy poco probable que vuelvas. El secreto de Salvini reside en el hecho de haber logrado catalizar una atención constante en torno de su figura. La continuidad del contacto es lo más importante.13

Engagement, engagement, engagement. El parámetro clave es siempre el mismo. Gracias a la astucia de Morisi, el Capitán se convirtió en pocos meses en el líder europeo más seguido en Facebook, con 3,3 millones de me gusta, contra los 2,5 millones de Angela Merkel y los 2,3 de Macron. Trump acumula 22 millones, pero –añade Morisi– «Matteo le gana en términos de participación pública: 2,6 millones de clics por semana para Salvini frente a 1,5 millones para Trump». 

Para lograr estos resultados, hay quien afirma que la Liga utilizó ejércitos de software y de perfiles falsos. Morisi lo ha negado: «Nunca he creado ni administrado perfiles falsos de Twitter o Facebook para aumentar artificialmente la participación», ha asegurado. En cambio, reivindica haber creado avatares de carne y hueso. «En 2014, nosotros creamos una estrategia, ‘Conviértete en portavoz de Salvini’, que dio mucho que hablar: el usuario se registraba y aceptaba tuitear automáticamente los contenidos publicados por Salvini. No eran personas inventadas, sino gente real que accedió a tuitear contenidos concretos en determinados contextos». La iniciativa fue un éxito. Decenas de miles de personas, a menudo novicias en internet, acordaron registrarse en las redes sociales para convertirse en avatares del Capitano. «Pero desde entonces ha habido un apoyo tan fuerte, incluso en Twitter, que ya ni siquiera las necesitamos». 

Este resultado, indiscutible en términos numéricos, nació en parte gracias a la habilidad de Morisi. Los nuevos ingenieros del caos son a menudo creativos y a veces dominan técnicas que los propagandistas tradicionales no siempre conocen. En Alemania, la campaña del partido de extrema derecha afd se las ingenió para que, cada vez que algún elector escribía el nombre de «Angela Merkel» en Google, el primer resultado fuera una página que denunciaba la traición de la canciller sobre la política de refugiados y las víctimas del terrorismo en Alemania. En eeuu, detrás de la aparente simplicidad de la campaña low cost de Trump, también se usaron técnicas psicométricas de Cambridge Analytica y, sobre todo, la capacidad para aprovechar las características más avanzadas de Facebook gracias a un equipo de técnicos puestos a disposición por la red social (que la campaña de Hillary Clinton había rechazado). En Brasil, los comunicadores a cargo de la campaña del candidato ultranacionalista Jair Bolsonaro eludieron los límites del contenido político en Facebook comprando miles de números de teléfono para bombardear a los usuarios de WhatsApp con mensajes y noticias falsas. 

No obstante, pese a los logros de los ingenieros del caos, la verdadera ventaja competitiva de Waldo no es de naturaleza técnica. Reside en las características del contenido en que se basa la propaganda populista. La indignación, el miedo, los prejuicios, el insulto, la polémica racista o sexista se propagan en la web y generan mucha más atención y compromiso que los debates soporíferos de la vieja política. Los ingenieros del caos son muy conscientes de ello. En palabras de Andy Wigmore, mano derecha del líder soberanista británico Nigel Farage y estratega de una de las dos campañas a favor del Brexit: «Cuando publicábamos algo sobre economía, obteníamos a lo sumo 3.000 o 4.000 me gusta. Si poníamos algo emocional, lográbamos 300.000 o 400.000 me gusta en cada ocasión, ¡a veces incluso dos o tres millones!». En Alemania, el contenido incendiario de los mensajes de la afd ha permitido al partido de extrema derecha imponerse en la red. Según una investigación de la agencia NewsWhip, cada publicación en la página de Facebook de la afd produce, de promedio, cinco veces más interacciones que una publicación de la Unión Demócrata Cristiana (cdu). ¿Qué más da si el compromiso de fidelidad procede de avivar los rescoldos de los prejuicios y el racismo, o de propagar informaciones falsas? «Nosotros fotografiamos la realidad –se defiende Morisi–. Por supuesto, usamos un cromatismo saturado, pero uno se da cuenta de que, de hecho, estos sentimientos ya existen en las personas». 

Waldo asegura no hacer nada más que repetir lo que la gente piensa y hacerlo sin hipocresía, con el lenguaje que la gente usa. Y mucho mejor si las elites enemigas del pueblo consideran ofensivo y vulgar este lenguaje. Es un signo de su desconexión del pueblo, que solo Waldo representa. Mejor aún, refleja. Pero, al posicionarse como espejo de lo peor, Waldo actúa en calidad de su multiplicador. En Italia, como en los eeuu de Trump o en la Hungría de Orbán, el primer y principal efecto de la nueva propaganda es la relajación del habla y el comportamiento. 

Por primera vez en mucho tiempo, la vulgaridad y los insultos personales han dejado de ser tabú. Los prejuicios, el racismo y el sexismo salen de su escondrijo. Las patrañas y las teorías conspirativas se convierten en una clave para interpretar la realidad. 

Y todo esto se presenta como una guerra sacrosanta para la liberación de la palabra del pueblo, finalmente emancipada de los códigos opresivos de las elites globalizadas y políticamente correctas. Las mismas elites que ocasionaron la crisis financiera, causaron el empobrecimiento de las clases trabajadoras y, como guinda del pastel, conspiraron con las ong y grupos de interés judeo-masónicos para reemplazar la fuerza laboral local por migrantes de países en desarrollo. 

Una vez que la ira se ha desatado, se hace posible construir cualquier tipo de operación política. «Averigua por qué la gente está indignada, diles que es culpa de Europa, vota y haz que se vote Brexit»: así resumía uno de los ingenieros del caos la estrategia, elemental y peligrosa, de una campaña de referéndum que parecía destinada a la derrota. «Déjenme ser el abanderado de vuestra ira»: de esta forma, el candidato más improbable de la historia materializó su asalto a la Casa Blanca. 

Detrás de los principales acontecimientos geopolíticos de los últimos años, está la risa burlona de Waldo, el oso azul que parecía ser una broma y se convirtió en el actor que está cambiando la faz del mundo. Si para Lenin el comunismo eran los sóviets y la electricidad, para los ingenieros del caos el populismo nace de la combinación de la ira con los algoritmos.

Nota: este artículo es un extracto del libro Los ingenieros del caos (Oberon, Madrid, 2020). Traducción: Nicolás Boullosa.

  • 1.

    El M5S fue fundado formalmente en octubre de 2009 por Beppe Grillo, activista político y comediante, y Gianroberto Casaleggio, estratega web contra los políticos tradicionales y la «casta». En 2010, los periodistas Sergio Rizzo y Gian Antonio Stella publicaban La casta. Così i politici italiani sono diventati intoccabili [La casta. Así los políticos italianos se volvieron intocables] (Rizzoli, Milán, 2010). Da Empoli recuerda en el capítulo 2 de Los ingenieros del caos que este libro vendió más de un millón de ejemplares y se transformó en el manifiesto de la rebelión del pueblo contra las elites [N. del E.].

  • 2.

    P. Sloterdijk: Ira y tiempo, Siruela, Madrid, 2017.

  • 3.

    En el Reino Unido se designa al ministro de Hacienda con el título de «canciller del Exchequer» [n. del t.].

  • 4.

    En el referéndum se votó «Leave» o «Remain» –abandonar la Unión Europea o permanecer en la organización supranacional– [n. del e.].

  • 5.

    Francesco Pacifico: «Jonathan Franzen Tells Donald Trump» en 24 Ore, 9/3/2017.

  • 6.

    S. Lenzi: In esilio, Rizzoli, Milán, 2018.

  • 7.

    J. Lanier: Dawn of the New Everything: Encounters with Reality and Virtual Reality, Henry Holt and Co., Nueva York, 2017.

  • 8.

    Bloguero y comentarista político con gran difusión en el mundo germanoparlante [n. del t.].

  • 9.

    La conferencia intergubernamental para adoptar el Pacto Mundial para una Migración Segura, Ordenada y Regular se llevó a cabo –a petición de la Asamblea General de la ONU– en Marrakech, Marruecos, el 10 y 11 de diciembre de 2018. Se trata del inicio de las negociaciones formales y no la firma de un pacto vinculante de ningún tipo [n. del t.].

  • 10.

    Alusión a Fight Club [El club de la pelea], filme de 1999 dirigido por David Fincher y protagonizado por Brad Pitt, Edward Norton y Helena Bonham Carter, adaptación de la novela homónima de Chuck Palahniuk (1996) [n. del t.].

  • 11.

    M. Maeso: Les conspirateurs du silence, L’Observatoire, París, 2018.

  • 12.

    Conferencia en el Instituto Cevro, Praga, 16/5/2011.

  • 13.

    Bruno Vespa: Rivoluzione. Uomini e retroscena della Terza Repubblica, Mondadori, Milán, 2018.

En este artículo
Este artículo es copia fiel del publicado en la revista
ISSN: 0251-3552
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