Tema central

¿Para qué sirve ganar un Mundial?
Tres modos de ser felices


Nueva Sociedad 308 / Noviembre - Diciembre 2023

Entre tantas malas noticias, la victoria en la Copa del Mundo de Qatar, en 2022, parece haber sido lo único digno de celebración en la Argentina pospandémica. Que las únicas alegrías comunitarias sean futbolísticas no permite un gran optimismo. Pero, al menos, habilita algún estallido de felicidad. ¿Una mera felicidad compensatoria?

¿Para qué sirve ganar un Mundial?  Tres modos de ser felices

A pesar del tiempo transcurrido y el aluvión de malas noticias, casi nadie en Argentina olvida que en diciembre de 2022, hace tan poco tiempo, el equipo nacional masculino de fútbol ganaba su tercera Copa del Mundo en la historia de ese torneo. Este acontecimiento provocó una explosión jubilosa, con millones de personas festejando en las calles de todo el país y una manifestación aún más grande dos días más tarde, al regreso del plantel a Buenos Aires –la movilización popular más importante de la historia local y, posiblemente, una de las mayores a escala internacional–. No nos proponemos revivir esa felicidad irrepetible y legítima –y especialmente compensatoria, en los contextos cada vez más difíciles que el país experimentó en los meses que siguieron–, sino solo analizar algunos de sus modos de funcionamiento y puesta en escena, en particular en su relación con las narrativas nacionalistas y con las expectativas políticas. Después de todo, pocas veces hemos escuchado hablar tanto de la «unidad nacional», en este caso milagrosamente representada por 30 jóvenes hombres muy bien alimentados y entrenados. Para eso, proponemos repasar las transmisiones televisivas, los comportamientos de los hinchas (hombres y mujeres), los festejos callejeros y la presunta heroicidad popular de Lionel Messi, consagrada apenas dos años después de la muerte del gran héroe nacional-popular-futbolístico, Diego Maradona.

La felicidad televisada

En Argentina, la relación estrecha entre medios audiovisuales –cine y luego televisión– y fútbol es de larga data. El peso del fútbol como práctica popular, expandida por todo el territorio nacional, fue representado por los medios audiovisuales como un marcador de diferencias e identidades: de colores, símbolos, nacionalidades, clases, territorios1.

A partir de finales de la década de 1980, con la privatización de casi todas las transmisiones televisivas y radiales, se desarrolló una narrativa autónoma, fundamentalmente producida por los medios de comunicación de administración privada. El fútbol se consolidó como una mercancía clave de la industria cultural, e incluso puede afirmarse que los avances y cambios tecnológicos en la distribución de imágenes fueron motivados por él: la televisión a color por la Copa del Mundo de 1978, la transmisión satelital necesaria para solventar las enormes distancias del territorio desde la década de 1980 y, finalmente, la distribución hogareña por cable desde inicios de la de 1990, cuando la oferta del fútbol local era la mercancía más preciada. Obviamente, y en simultáneo con las experiencias europeas, esto llevó a la aparición de las señales codificadas y el pay per view, desde finales del siglo xx. La oferta de fútbol fue una de las razones fundamentales de la consolidación del gran monopolio mediático del Grupo Clarín, que contrató los derechos exclusivos de este deporte e incluso intentó monopolizar las transmisiones del equipo nacional y difundirlas por antena satelital, aunque esto fue prohibido por una ley nacional en 2001.

Como parte de las disputas políticas entre el peronismo kirchnerista y la oposición conservadora, en 2009 el gobierno nacional nacionalizó esas transmisiones deportivas mediante un nuevo contrato con la Asociación del Fútbol Argentino (afa), por el cual se creó el programa Fútbol para Todos. Aunque no fuera su objetivo central, esa política implicó la producción de un instrumento jurídico –seguido un año más tarde por la ampliación a todos los deportes en los que participaran representaciones argentinas en competencias internacionales– que afirmaba la condición patrimonial del deporte local y su valor cultural (simbólico) para la producción de una identidad «nacional». Con la asunción de la alianza liberal-conservadora Cambiemos (2015-2019), con el empresario (y ex-presidente del club de fútbol Boca Juniors) Mauricio Macri como presidente de la República, los derechos televisivos volvieron a ser comercializados por las señales privadas, esta vez a cargo de las compañías Fox y Turner, aunque luego la entrada de The Walt Disney Company en el mercado deportivo, mediante la adquisición de la cadena espn, volvería a modificar el mapa. Sin embargo, el nuevo gobierno no pudo alterar la condición patrimonial del fútbol argentino en sus competencias internacionales: el esfuerzo privatizador debió dejar fuera la televisación de los juegos de la selección argentina de fútbol, que se continuaron transmitiendo por aire y por la Televisión Pública, la única televisora de aire en manos del Estado nacional.

En 2019, tras el regreso al gobierno nacional del peronismo, con la presidencia de Alberto Fernández y la vicepresidencia de Cristina Fernández de Kirchner, no hubo cambios: tanto la producción como la circulación de imágenes deportivas continuaron en manos privadas y transnacionales. Sin embargo, el Mundial de Qatar 2022 mostró un intento narrativo de retomar algunos elementos de la tradición peronista. Los medios públicos trazaron una línea argumentativa precisa en relación con la selección nacional, la Copa del Mundo y su televisación: en su clip promocional del evento, la narración televisiva pública insistía en símbolos como la camiseta, la bandera y el himno argentinos2. Se apelaba al recuerdo de Diego Maradona, fallecido menos de dos años antes: el futbolista aparecía en un partido frente a Bélgica durante el Mundial de 1986, en el que la selección conquistaría su segundo trofeo. Una voz en off advertía: «tenemos la camiseta puesta: la de Diego, la de Lío» (por Maradona y Messi, respectivamente), en un esfuerzo por construir el tono emocional propio del género, pero, además, edificar a los personajes de esa narración en tipos de héroes con características épicas y dramáticas. El antecedente victorioso de la Copa América 2021, disputada en Brasil y conquistada por Argentina, se narraba a través de los festejos de los hinchas en el Obelisco (en el centro de la ciudad de Buenos Aires), en el Monumento a los Caídos de Malvinas (en Ushuaia) y en el Monumento a la Bandera (en Rosario, la tercera ciudad argentina por población y cuna de Messi), reproducidos por imágenes grabadas por aficionados con dispositivos móviles. La posibilidad de participar en la creación de una comunicación pública se expresaba así en el clip, que sintetizaba en pantalla la relación exclusiva con la televisión y la presunta conexión unánime de los argentinos. 

Se trataba de una transmisión federal que buscaba representar, a través de la metonimia, todo el territorio nacional. Asimismo, el hiperbólico relato de los partidos dejaba ver una tendencia que persiste desde la década de 1990 en el periodismo deportivo: los periodistas son hinchas y actúan como tales. El desempeño en las transmisiones de Pablo Giralt, relator central de la Televisión Pública, marcó el tono distintivo de esta relación emocional y sentimental con el espectáculo: lloró relatando y se grabó, llorando, con su teléfono, para luego difundir por las redes sociales su compromiso identitario y emotivo. Es decir, una mera redundancia narcisista y melodramática –para ser parcos con los adjetivos–.

El clip de promoción que circuló antes, durante y luego de los partidos que disputó Argentina resaltaba una estética netamente federal3. Remarcaba así el origen de distintas provincias y localidades de los 26 jugadores argentinos que formaron el equipo. Todo el plantel de la selección era presentado con planos americanos frontales ordenados por regiones (provincias) y con zócalos individuales que indicaban nombre y lugar de procedencia: Buenos Aires, Santa Fe, Córdoba, Tucumán, La Pampa, Neuquén, Entre Ríos. El clip cierra con un plano general con todos y la consigna «La selección federal, en el canal más federal», con sonidos percusivos de un bombo. La cortina musical, la canción «Tierra zanta» cantada por el joven cantante de trap Trueno, alude a este argumento narrativo que presenta el territorio, la tierra, como elemento identitario y común del fútbol argentino:

Si preguntan quién soy / Qué llevo, a dónde voy / Soy de tierra santa / Soy de donde nací / Donde voy a morir / Mi tierra santa / Si preguntan quién soy (si preguntan quién soy) / Qué llevo, a dónde voy (qué llevo, a dónde voy) / Soy de tierra santa / Soy de donde nací (soy de donde nací) / Donde voy a morir (donde me voy a morir) / Mi tierra santa.

Dos cuestiones son centrales en esta narración. El encadenamiento de imágenes entre los comienzos del programa estatal Fútbol para Todos (2010) y la presentación del Mundial de Qatar (2022), en los medios públicos, conecta las dos ideas entre las que se juegan los significados históricamente propuestos de la patria futbolística: el pibe –el niño jugador, siempre talentoso e irreverente– y el potrero –el espacio informal del juego infantil o juvenil–, tal como los definió Eduardo Archetti hace un cuarto de siglo4. Si en 2010 los niños representaban la promesa deportiva, en 2022 se habían convertido en jugadores profesionales, narrados desde un Estado que intervenía –nuevamente– en el relato. 

La profecía se cumplía. Pero de los 26 jugadores, solo uno jugaba en la liga local, dos jamás jugaron en el país y en el resto, el promedio de competencias en el torneo argentino antes de partir a las ligas del exterior –mayormente, europeas– era de 3,8 temporadas. 

Tampoco podía ser mencionada en el spot la catástrofe económica del fútbol local. Las deudas organizan la crisis estructural del fútbol argentino, lo que consolidó –cada vez con mayor celeridad– un sistema de migración deportiva de jóvenes futbolistas que, en el mejor de los casos, cumplen con su tránsito en la etapa de fútbol formativo y luego son comercializados hacia Europa, Asia o Estados Unidos: es imposible competir con los salarios a escala global. Esto condiciona una segunda cuestión, que implica un desafío para el discurso estatal (nacional-popular): ¿cómo narrar la patria deportiva entre la profunda expansión global (económica y política) del fútbol y la pérdida de los Estados de su capacidad de incidencia en políticas de igualdad? La estrategia comunicacional de los medios argentinos –no solo de la Televisión Pública, sino de todos los medios de comunicación, en sus secciones deportivas pero también las generalistas– persiste en una idea asociada a un nacionalismo propio del siglo pasado: imaginar una comunidad articulada desde la lengua y el territorio. El fútbol es, en ese contexto, uno de los últimos espacios de nuestra modernidad periférica que soporta algún tipo de ficción nacionalista. 

La muerte de Maradona en 2020 había dejado vacante el símbolo del héroe épico y trágico; la insistencia de los medios de comunicación en volver a llenar ese lugar, con Messi −uno de los jugadores de la selección que nunca jugaron en un club argentino− como héroe superheroico, estaba, claro, en el plano del deseo5. El punto de articulación estaba apenas en el origen, en la común pertenencia a la «tierra santa». Esa lejanía, entonces, debía ser relevada por cuerpos, gritos, sudores y corazones apasionados, cercanos, reales, lejanos de la máquina televisiva –aunque también debieran ser capturados por ella–: los nuevos héroes serían los hinchas.

Salir a festejar: la prueba corporal de la identidad

En Argentina, los triunfos del seleccionado argentino de fútbol masculino en las copas mundiales se festejaron siempre en el espacio público. En 1978, en 1986 y en 2022 las calles, plazas y avenidas fueron escenario de festejos multitudinarios. Pero es necesario desmenuzar las diferencias entre estos tres eventos, entendiendo que los usos del espacio público no pueden esquivar las lecturas políticas. 

En 1978, la Copa del Mundo de fútbol se disputó en Argentina. Fue el primer triunfo de la selección local. Pero los festejos, que ocurrieron en el marco de la dictadura más sangrienta de la historia, abrieron dos interpretaciones muy diferentes. Por un lado, algunos consideraron que festejar durante la dictadura era recuperar la calle y la alegría: las multitudes «invadiendo» el espacio público burlaban las prohibiciones y volvían a reunirse frente a la censura estatal –las disposiciones oficiales en vigencia prohibían hasta entonces las reuniones públicas–. Otras interpretaciones, en cambio, sostienen que los festejos pueden ser comprendidos como un apoyo al gobierno: como una prueba del éxito de la Copa del Mundo como operación disciplinaria y de obtención de consenso por parte del Estado dictatorial.

En 1986, el escenario fue distinto: con la reciente recuperación de la democracia en 1983 y las nuevas libertades civiles, las multitudes volvieron a ocupar las calles, avenidas y plazas. Las interpretaciones sobre estos festejos recorren otros caminos. En 1986 y 2022 se dio la situación de doble festejo: en ambos casos, se festejó el día de la consagración y el de la llegada de los campeones al país, con posterioridad al hecho deportivo. El día del triunfo en 1986, los espacios públicos de todas las ciudades del país fueron cita de multitudes que, embanderadas con los colores nacionales, salieron a las calles –con la dominancia de los cánticos dedicados a Inglaterra, la selección vencida en los cuartos de final y a la vez el país vencedor en la guerra ocurrida apenas cuatro años antes–. El arribo de la selección campeona, suceso que obviamente no había acontecido en 1978, cuando Argentina era sede, permitió una instancia más de festejo. En esta oportunidad, los manifestantes se congregaron en la Plaza de Mayo, el centro simbólico de la vida política argentina, a uno de cuyos lados se encuentra la sede del gobierno nacional. En la Casa Rosada hay balcones que miran hacia la plaza y que han sido el lugar de emisión de diferentes discursos presidenciales, hitos de la historia del país, democráticos o no: fueron el escenario de los discursos populares del presidente Juan D. Perón, pero también del dictador Leopoldo F. Galtieri durante la Guerra de Malvinas. En 1986, la multitud recibió a los campeones del mundo en la Plaza de Mayo y los jugadores festejaron en esos balcones. El presidente Raúl Alfonsín, el primero de la transición democrática, recibió a los jugadores, abrazó a Maradona, besó la copa, pero no salió a saludar. Los jugadores festejaron y se sumaron a las canciones que coreaba la enfervorecida multitud que colmó las calles. Aquí, nuevamente, los hechos tuvieron distintas interpretaciones políticas. La más recurrente fue que los festejos no fueron politizados, y que ni el gobierno de turno ni la oposición pudieron –ni intentaron– convertir el éxito deportivo en capital político. También en esa dirección, y en un claro contraste, es preciso señalar que las multitudes de 1978 evitaron la Plaza de Mayo: no fueron a celebrar con el dictador Jorge Rafael Videla. A la vez, cuatro años después, la llegada del mismo equipo, derrotado en 1990 en la final de la Copa del Mundo de Italia, motivó también celebraciones populares en los mismos espacios, como una suerte de desagravio para los considerados «campeones morales» –alegando conspiraciones antiargentinas a las que la cultura futbolística local es muy afecta–. Sin embargo, en esa oportunidad, el saludo de los jugadores en los balcones de la Casa de Gobierno fue acompañado por la presencia del presidente peronista Carlos Menem; como buen populista, Menem creía que el éxito deportivo implicaba necesariamente la acumulación de capital político. En definitiva, es una creencia compartida por populistas de izquierda o de derecha, por semipopulistas y, como veremos, hasta por «antipopulistas»6.

En 2022, el día de la consagración en Qatar –el domingo 18 de diciembre–, millones de personas coparon las calles de todas las ciudades argentinas. La mirada desde Buenos Aires, la gran metrópoli que concentra el poder político y económico del país, hizo foco en lo acontecido en la avenida 9 de Julio, la más ancha de la ciudad y donde se encuentra el icónico Obelisco, eje de esas reuniones; pero los festejos en todo el país se multiplicaron. Millones cantaron, saltaron y expresaron una felicidad incomparable; nadie ha hecho hasta hoy una recopilación periodística de medios de distintas ciudades pequeñas, medianas y grandes que pueda apenas indicar cuántas personas se volcaron al festejo espontáneo, pero fueron muchos millones. Esto nos permite un desvío.

A partir de los procesos de globalización y transnacionalización del fútbol, iniciados en la década de 1990, Argentina cobró un papel protagónico en el mapa futbolístico global como potencia exportadora (de bienes de carne y hueso): el país vende a futbolistas que juegan en ligas de todos los continentes y hacen de Argentina uno de los tres principales países productores de jugadores –los otros son Brasil, líder de la estadística, y Francia7–. Sin embargo, las pantallas televisivas también pusieron en escena, globalmente, una forma de alentar y apoyar al equipo, una forma de vivir lo que los nativos llaman, sin otros adjetivos, «la pasión». Esa pasión, percibida por los hinchas argentinos como única y especial, se construyó como una señal distintiva que vincula ineludiblemente el fútbol argentino a la fidelidad y el fervor. Las tribunas argentinas generan atracción en todos los rincones del universo futbolero: en Japón, donde se imitan los cánticos; en México, donde las hinchadas argentinas sirven como modelo de organización; en Inglaterra, donde los fanáticos utilizan melodías argentinas para sus canciones; o en Túnez, donde los grupos radicales de hinchas se autodenominan «barras bravas» en homenaje a las rioplatenses. 

Los valores centrales del «hinchismo» en Argentina son la fidelidad y el fervor, y la demostración del llamado «aguante» por «los colores»; pero, históricamente, estos valores se manifestaban en el aliento al club propio y no a la Selección Nacional8. Hasta la década de 2010, la «hinchada» del equipo nacional era vista como deslucida, inorgánica, ocasional, convocante de un público distinto del que ocupaba los estadios en las ligas locales: se la consideraba como una «hinchada sin aguante». Y pese a la presencia de integrantes de las barras bravas en todos los campeonatos mundiales desde México 1986 en adelante, los cánticos y el aliento puestos en escena poco tenían que ver con la emotividad festiva acostumbrada en las canchas del fútbol local. Durante mucho tiempo, la Selección no tuvo hinchas, sino meros espectadores.

En la última década, eso comenzó a cambiar: primero, con el colectivo de barras autodenominado Hinchadas Unidas Argentinas en la Copa de Sudáfrica 2010; pero, fundamentalmente y en el nivel colectivo, a partir de la Copa de Brasil 2014. Allí, por el gran número de hinchas que viajaron –desde 1962 no tenía lugar una Copa del Mundo tan cerca de las ciudades argentinas– o por la necesidad de fortalecer el «nosotros colectivo» frente a un rival cercano, poderoso y tradicional al que se podía desafiar en su propio territorio, surgió la primera-gran-nueva canción de la Selección, «Brasil, decime qué se siente»9. Esta canción rompió la hegemonía del «Vamos, vamos, Argentina» («Vamos, vamos, Argentina / vamos, vamos a ganar / que esta barra quilombera / no te deja, no te deja de alentar»10), un himno de la Copa de 1978 que hasta entonces era casi la única canción que entonaban los hinchas argentinos cuando jugaba la selección, junto con «El que no salta es un inglés». 

El escueto «Vamos, vamos, Argentina» ya estaba muy lejos de las canciones que se cantaban en las canchas argentinas: tenía una estructura pasada de moda, no identificaba adversarios y para buena parte de los hinchas era «ingenua». Las canciones en el fútbol tienen tres rasgos preponderantes: se burlan de los rivales por el devenir deportivo propio y ajeno, degradan a esos rivales presentando negativamente distintas identidades sociales y propagan violencias pasadas o futuras. «Vamos, vamos» no tenía nada de eso: no se burlaba, no degradaba ni amenazaba a nadie. Era una canción «pre-aguante». Al lado de ella, la complejidad lírica de «Brasil, decime qué se siente» es casi shakesperiana11:

Brasil, decime qué se siente / Tener en casa a tu papá / Te juro que aunque pasen los años / Nunca nos vamos a olvidar / Que el Diego los gambeteó / Que el Cani los vacunó / Están llorando desde Italia hasta hoy / A Messi lo vas a ver / La Copa nos va a traer / Maradona es más grande que Pelé.

Para el Mundial de Rusia de 2018 apareció otro canto popular, «Vamos Argentina, sabés que yo te quiero», que se entonó en estadios, calles y transportes rusos12. Pero el pobre desempeño futbolístico y la eliminación temprana en octavos de final impidieron cualquier relevancia –de una canción que era, además, francamente irrelevante–. En Qatar, en cambio, un nuevo cántico expandió el repertorio: «Muchachos», que tuvo una aceptación inmediata y masiva:

En Argentina nací / Tierra del Diego y Lionel / De los pibes de Malvinas / Que jamás olvidaré / No te lo puedo explicar / Porque no vas a entender / Las finales que perdimos / Cuántos años las lloré / Pero eso se terminó / Porque en el Maracaná / La final con los brazucas / La volvió a ganar papá13.

Muchachos / Ahora nos volvimos a ilusionar / Quiero ganar la tercera / Quiero ser campeón mundial / Y al Diego / Desde el cielo lo podemos ver / Con Don Diego y con La Tota / Alentándolo a Lionel.

Y ser campeones otra vez / y ser campeones otra vez.

No nos detendremos aquí en el análisis lírico de estas canciones, como tampoco en los vericuetos de su composición y puesta en circulación, que escaparon a la tradicional concepción de un cántico futbolístico como producción colectiva y anónima, para sujetarse, en cambio, a las reglas de la producción mercantil de la cultura de masas. Provisoriamente, nos detendremos en su función expresiva y performativa: con las canciones, los espectadores se transforman en hinchas y entienden que su accionar es crucial en el devenir del juego. Son parte de los triunfos y de las derrotas, se identifican con el destino del equipo14. Cuando la Selección perdió en el debut mundialista en Qatar ante Arabia Saudita, la discusión popular, en redes y charlas de café, culpó rápidamente por la derrota a la falta de aliento en el estadio. En ese juego, los argentinos habían sido espectadores: no alentaron, superados en número, fervor y estruendo por los saudíes (vecinos de la sede mundialista)15. Aquí aparece, nuevamente, la concepción del «aguante», la idea de que los partidos se ganan también en la tribuna, central en la percepción que el hincha argentino tiene de sí mismo. En los siguientes juegos, todo cambió. Se organizaron «banderazos» –encuentros de hinchas en puntos neurálgicos de las ciudades qataríes portando banderas y entonando canciones–, aparecieron los bombos y las marcaciones rítmicas. Así, la selección ganó en aliento y los espectadores se transformaron en hinchas. Expusieron las marcas identitarias que para muchos –para los mismos hinchas– los particularizan globalmente: la «pasión» y el fervor. Las pocas decenas de miles de hinchas presentes en Qatar eran más que suficientes para volverse mayoritarios y estruendosos en todos los estadios. Aunque no tenemos aún datos sociológicos precisos, la extracción de clase de estos espectadores distaba de una pertenencia «popular»: los costos de viaje, estadía y entradas limitaban esa posibilidad a sujetos de clase media-alta y alta, que incorporaban y ostentaban, sin embargo, las prácticas tradicionalmente plebeyas de los hinchas argentinos, ahora transformadas en una suerte de «identidad nacional» desprovista de marcas clasistas –o, quizás, imaginariamente transclasista, y por eso mismo pasible de nacionalizarse–.

Los festejos en Argentina por la obtención de la Copa del Mundo no podían, entonces, escapar a esta autorrepresentación. Si los argentinos se consideran los hinchas más fervorosos del mundo, eso tenía que demostrarse en las calles. Por eso, una multitud estimada en más de cinco millones de personas salió a ocupar el espacio público. Y como toda ocupación de ese espacio produce inmediatamente una interpretación política, los jugadores propusieron un recorrido festivo de su caravana desde el aeropuerto internacional de Buenos Aires hacia el Obelisco –unos 30 kilómetros a ser recorridos en un bus abierto, con los jugadores a la vista del público– que esquivaba la Plaza de Mayo; como hemos dicho, se evitaba el centro del poder político, para hacer imposible, en ese gesto, cualquier identificación partidaria. El plan se frustró por la inmensa cantidad de fanáticos que ocuparon las calles e hicieron impracticable el recorrido, más allá de unos pocos kilómetros iniciales: la policía debió desviar la caravana a un lugar seguro y evacuar a los jugadores en helicópteros para devolverlos al predio de la afa. Las celebraciones duraron hasta la noche casi sin incidentes. 

Las multitudes, entonces, se estaban festejando a sí mismas –celebrando el éxito de sus héroes, pero también el de su «aguante»–; y a la vez, cuidándose a sí mismas: no hubo incidentes ni heridos en la, como hemos señalado, mayor movilización de masas de la historia del país y, posiblemente, del mundo –un rastreo rápido señala que solo algunos funerales podrían equipararla: los de Eva Perón, Mahatma Gandhi o Gamal Abdel Nasser–. Las masas demostraron ser más cuidadosas y plurales que el Estado, en sus diferentes jurisdicciones. La nación y la provincia de Buenos Aires estaban gobernadas por peronistas; la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, por la oposición conservadora y, presuntamente, antipopulista. La torpeza en la organización de la caravana los igualó a todos; del mismo modo funcionó el rechazo de los jugadores a siquiera saludar o acercarse a político alguno, y el de las multitudes a asociar el festejo con cánticos partidarios –que estuvieron ostensiblemente ausentes−.

Esa negativa a la captura política del éxito deportivo no evitó que los líderes o algunos intelectuales partidarios la intentaran, generalmente a través del uso de metáforas simplistas. Vinieron de todos lados: del kirchnerismo («el gesto de Messi es un gesto contra el poder») y de la derecha conservadora («debemos seguir el ejemplo de trabajo de la Selección»). El más notorio fue el jefe de gobierno de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, Horacio Rodríguez Larreta, presuntamente un enfático antipopulista, el único que, además, vistió la camiseta argentina en cada acto público. En esos días, Rodríguez Larreta afirmó: «Estamos todos juntos detrás de una misma pasión. Ojalá podamos tener una unión similar a la que se logra en el Mundial para nuestro país, para sacar a la Argentina adelante. Ese es mi sueño y ojalá podamos mantener este espíritu para trabajar todos juntos»16.

Rodríguez Larreta concurrió como precandidato presidencial, en algún momento favorito, a la Presidencia argentina en agosto de 2023, y fue estruendosamente derrotado por su rival interna en la coalición Juntos por el Cambio, Patricia Bullrich. Su inversión en el éxito deportivo no le reportó, claramente, una gran ganancia política. Esto confirmó las tesis que propusimos en 200217: ni el fracaso deportivo de la Copa de Corea-Japón supuso alteración alguna en la crisis económica, política y social declarada a finales de 2001. A lo que podríamos añadir: ni el éxito deportivo de la Copa de Qatar en 2022 solucionó absolutamente nada de la nueva crisis. Por el contrario, luego del triunfo, todo empeoró. Y mucho.

El fin del relato estatal y la coronación del héroe

Para los hinchas argentinos, el triunfo en la Copa de Qatar fue la coronación de un relato de un siglo de antigüedad, que los inventó como fundadores del fútbol latinoamericano, como gestores de un estilo nuevo de juego, como deudores de una admiración que, obligados por su narcisismo, juzgaban merecerse como nación, como pueblo, como futbolistas y como hinchas incomparables. Hay en esos argumentos algo excesivo, sin duda, pero se cruza además con la vieja condición popular del fútbol: el espacio donde los héroes podían ser plebeyos, nacional-populares. Como ya se ha dicho en muchos lados, Maradona llevó ese relato hasta su clímax en 1986; y allí la comunidad argentina, futbolera o no, había quedado paladeando un momento de felicidad desbordante y excesiva, la justa compensación por los años de oprobio, terror, dictadura y guerra.

Lo que estos millones de personas en las calles salieron a celebrar fue otro momento excesivo –por desmesurado, no por injusto o inmerecido– de felicidad gratuita. El fútbol es especialmente eso, también en el nivel de los clubes tribales: no pide nada más que una inversión de afecto, y a cambio puede dar felicidades intensas –así como, claro, muchas más amarguras–. El marketing o la compra de merchandising no es una parte inevitable del contrato. Con el éxito de 2022, el fútbol les pagó a los argentinos esa inversión afectiva con una felicidad maravillosa, intensísima; y, debe ser dicho, también compensatoria. Por supuesto, no hay una relación causa-efecto, pero una semana antes de la final los argentinos supieron que una de las sociedades más ricas de América Latina, la más igualitaria del subcontinente, históricamente la más justa y democrática, tenía 40% de su población debajo de la línea de pobreza. La felicidad popular, entonces, simultáneamente transversal –porque atraviesa las clases, los géneros, las edades, las geografías, las «castas»– resuena como una suerte de reclamo: «nos lo merecemos». A ello se le agregó una «retórica del sufrimiento», inteligentemente tramada con lo deportivo. Aunque el equipo jugó un gran fútbol, debió atravesar por instancias harto complicadas: la derrota inicial contra Arabia Saudita, el riesgo del empate en el final del juego con Australia, los empates impensados en el cierre de los juegos contra Países Bajos y Francia, sendas definiciones por penales en cuartos de final y final, respectivamente. De ello se dedujo, en la conversación cotidiana (y en más de un exceso periodístico que abusó de esto como renovada metáfora del reflejo nacional), que Argentina está condenada a sufrir, lo que agiganta, por inversión, sus momentos felices.

Las multitudes podrían haber sido provocativas con sus propias elites y recordarles que la felicidad parecía más explosiva por los 12 años consecutivos y fallidos de gobiernos de lados distintos del espectro político. Esa felicidad efímera podía señalar, a la vez, el fracaso de las clases dirigentes –políticas, económicas, empresarias–. Para que esto fuera aún más excepcional y notorio, los meses que siguieron solo mostraron el agravamiento de esas señales sociales, políticas y económicas: ganar una copa no sirvió para nada. Para nada más que para haber logrado un momento feliz –disponible para su repetición eterna en YouTube o en la misma televisión: una señal deportiva repitió íntegramente el juego final con Francia tanto la noche de Navidad como la de Año Nuevo, finalizando exactamente a la medianoche, para los brindis respectivos–.

Hay dos señales finales que esta movilización inmensa e histórica puso de manifiesto. Por primera vez, el Estado quedaba silenciado como narrador patriótico. Esta vez, parece que el fútbol ha decidido extremar su autonomía y proponer que la patria, una patria de masas y festiva, le pertenece por completo. Hace un cuarto de siglo, el maestro Eduardo Archetti había planteado que la relación entre el fútbol y los relatos nacionales debía ser comprendida a través de dos conceptos: el de «arena pública» –el espacio en el que una sociedad se representa a sí misma, como por ejemplo en los rituales colectivos– y el de las «zonas libres» de una cultura –los espacios periféricos de la sociedad y la cultura en los que la creatividad y la libertad son una posibilidad ante los discursos oficiales, legítimos, disciplinarios–. Hoy, pareciera que la «zona libre» ha explotado en mil astillas, inundando todos los espacios de lo social y lo cultural; la «arena pública» ya no representa otra cosa que a sí misma, y esa mismidad es la posibilidad –quizás, y por ahora, la única posibilidad– de la felicidad de una comunidad.

Y lo mismo ocurre con sus héroes. Finalmente, Messi pudo suplantar a Maradona. Si bien esto precisa aún de mayor empiria etnográfica y textual, los textos mediáticos y las conversaciones populares –y, también, las expresiones en los estadios en los juegos que el equipo nacional disputó luego de su coronación en Qatar– indican que la comparación imposible se ha vuelto la suplencia posible. Argumentamos en 2014 la imposibilidad de la comparación, por una larga lista de razones que volvían impensable ese desplazamiento: entre ellas, que el héroe nacional-popular y plebeyo maradoniano no podía ser suplantado por un muchacho blanco y de clase media, silencioso hasta la mudez y respetuoso de todas las normas morales y deportivas del espectáculo global18. Sin embargo, la coronación de Qatar, debida a un gran equipo, pero con un liderazgo tan excepcional como el de Maradona en el Mundial de México 1986, parece haber abierto la puerta de ese imposible. La canción «Muchachos», que ya hemos citado, concluía proponiendo una sucesión ordenada:

Y al Diego / Desde el cielo lo podemos ver / Con Don Diego y con La Tota19 / Alentándolo a Lionel / Y ser campeones otra vez.

Los propios jugadores, en el vuelo desde Qatar hacia Buenos Aires, propusieron una alteración en la letra de la canción; alteración que aún no sabemos si será un éxito definitivo:

En Argentina nací / Tierra del Diego y Lionel / De los pibes de Malvinas /Que jamás olvidaré / No te lo puedo explicar / Porque no vas a entender / La final con Alemania / Ocho años la lloré / Pero eso se terminó / Porque este año en Qatar / La final con los franceses / La volvió a ganar papá20.

Muchachos, ahora solo queda festejar / Ya ganamos la tercera / Ya somos campeón mundial / Y al Diego, le decimos que descanse en paz / Con Don Diego y con la Tota / por toda la eternidad.

Posiblemente, estos versos finales propongan una nueva vida sin Maradona, que ya podría descansar en paz, eternamente.


Nota: este artículo fue escrito con la colaboración de José Garriga Zucal y Juan Branz.

  • 1.

    Esto ha sido largamente analizado en P. Alabarces: Fútbol y patria, Prometeo, Buenos Aires, 2002 (reeditado en 2022) y Héroes, machos y patriotas. El fútbol entre la violencia y los medios, Aguilar, Buenos Aires, 2014.

  • 2.

    «Somos Mundiales: Qatar 2022 se vive en la Televisión Pública - Presentación de Programación» en Televisión Pública, canal de YouTube, 25/10/2022.

  • 3.

    «Trueno, Víctor Heredia: Tierra zanta (video oficial)» en Trueno Oficial, canal de YouTube, 12/5/2022.

  • 4.

    E. Archetti: «El potrero y el pibe: territorio y pertenencia en el imaginario del fútbol argentino» en Nueva Sociedad No 154, 3-4/1998, disponible en www.nuso.org.

  • 5.

    P. Alabarces: «Maradona: mito popular, símbolo peronista, voz plebeya» en Papeles del Centro de Estudios sobre la Identidad Colectiva No 1, 2021.

  • 6.

    P. Alabarces: «Populism and Sports in Latin America: Old and New Ways of Narrating the Nation» en Bryan Clift y Alan Tomlinson (eds.): Populism in Sport, Leisure, and Popular Culture, Routledge, Londres, 2021.

  • 7.

    Los datos proceden de las estadísticas producidas por el Observatorio del Centro Internacional de Estudio del Deporte (CIES, por sus siglas en francés),https://football-observatory.com/.

  • 8.

    José Garriga Zucal: La era del aguante, Ariel, Buenos Aires, 2022.

  • 9.

    V. versión disponible en www.youtube.com/watch?v=1iogfenygjm.

  • 10.

    Disponible en www.youtube.com/watch?v=chgmcnsxt60.

  • 11.

    Analizamos la canción en P. Alabarces: «‘Brazil, Tell Me How It Feels’: Soccer, Music, Narcissism, and the State, or Mascherano’s Failure» en Postcolonial Studies vol. 19 No 2, 11/2016.

  • 12.

    Versión disponible en www.youtube.com/watch?v=qvcx8xsake0.

  • 13.

    La referencia es a la victoria de Argentina contra Brasil en la Copa América de 2021, obtenida en el mismísimo estadio Maracaná, y que cerró un ciclo de 28 años sin victorias y cuatro finales perdidas por Argentina.

  • 14.

    Javier Bundio: La identidad se forja en el tablón: masculinidad, etnicidad y discriminación en los cantos de las hinchadas argentinas, Clacso / IIGG, Buenos Aires, 2020.

  • 15.

    La mística del viaje de los hinchas a Qatar, en medio de la crisis económica, merecería un artículo aparte.

  • 16.

    «Ojalá los argentinos podamos tener una unión similar a la que se logra en el Mundial» en AN Digital, 16/12/2022.

  • 17.

    P. Alabarces: Fútbol y patria, cit.

  • 18.

    P. Alabarces: Héroes, machos y patriotas, cit.

  • 19.

    Nombres populares de los padres de Maradona, también fallecidos.

  • 20.

    La victoria de Qatar saca del juego la victoria de 2021 en Brasil, y se repone la final perdida en 2014 contra Alemania, con lógica deportiva y poética.

En este artículo
Este artículo es copia fiel del publicado en la revista
ISSN: 0251-3552
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